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viernes, 20 de mayo de 2011

El vuelo de Ícaro

Existía en Creta un poderoso rey llamado Minos, quien hizo construir un engañoso edificio con el objetivo expreso de encerrar en él a un temible Minotauro, monstruo con cabeza de tiri y gran cuerpo humano, hijo de Pasifae (esposa de Minos), y de un toro divino. El arquitecto, a quien Minos encargó llevar a cabo la construcción de un laberinto, era un célebre artesano, gran ingenio y mecánico, llamado Dédalo, famoso incluso por ser el autor de la escuadra, del hacha y de la plomada. A pesar de la duración inestimable de una construcción de tal envergadura, el resultado final fue una absoluta y bella maravilla, haciendo famosa, en todo el mundo, a la propia ciudad de Minos.

Finalmente, el Minotauro fue recluido en el más oscuro y tenebroso lugar del laberinto, considerado como una manifestación de la divinidad, y requería ser alimentado con carne humana, cuyas víctimas eran introducidas en aquel vericueto de estancias y de corredores donde nadie nunca pueda encontrar la salida. Pero, para que fuera posible seguir con el ceremonial que correspondía precisamente a esos pobres “elegidos”, los cuales corrían y corrían hasta agotarse sin dar con esa salida, debía llevarse a cabo en el mayor de los secretos, en referencia a la disposición y colocación de las diferentes partes del mismo laberinto, por lo que se trató por todos los medios que, finalizada la construcción propiamente dicha, Minos ordenó que Dédalo se adentrase en su propia obra con su joven hijo Ícaro. Dédalo, privado de sus mismos planos originales, no sabía encontrar la salida, pero en este punto, el ingenio corrió en su socorro, llegando a construir un artefacto todavía más sorprendente: la primera máquina para volar.Bella y maravillosa pintura en donde distinguimos al pobre Ícaro cayendo

Uniendo con gran paciencia las plumas de las alas de todos los pájaros que podía encontrar, y pegándolas con cera, construyó para sí mismo, y para su hijo, dos pares de enormes alas que podían atarse a la espalda y maniobrarse agitando los brazos.

Cuando todo hubo terminado, y había finalizado el proyecto en sí, Dédalo decidió probar los artefactos, llamando a Ícaro, poniendo en su espalda las grandes alas, e instruyéndole en cómo debía utilizarlas, y para qué las había llevado a cabo.

Poco después, padre e hijo, agitando con gran fuerza y rapidez los brazos, se alzaron sostenidos por las blancas y bellas alas en el gran azul del cielo, observando primero a sus pies la isla de Creta, y luego la inmensidad del mar.

Ambos volaban seguros y felices, llegando incluso a maniobrar nuevas evoluciones del propio aparato. No obstante, su padre gritó, comentándole que no hiciera más de lo que su ingenio podía realizar, pero Ícaro no lo podía escuchar. Subió y subió hasta lo que pudo, llegando a sentir el inmenso calor de los rayos del Sol. De pronto, la cera comenzó a fundirse, pues la armazón empezó a doblarse y se partió, las plumas se despegaron y se perdieron en la distancia. Intentó en vano mantenerse suspendido y no perder altitud, pero cayó finalmente a las aguas del mar.

Dédalo, completamente sorprendido, atónito y triste, había contemplado estupefacto la pérdida de su pobre y desdichado hijo en riguroso directo.


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